Ya era la temporada dadiveña en el colegio Los Mártires de Santo Dagón y los niños lo preparaban todo alegres para la tradicional representación invernal. Ese día tocaba ensayo general y estaba dispuesto el escenario, que consistía en buena medida en decorados que imitaban el interior de una casa y una única silla en el centro. Los pequeñajos iban de aquí para allá con sus disfraces (ropa de oficinista, sábanas de fantasmas, calvas falsas, etc.), mientras su profesora les daba las últimas instrucciones.
—Y entonces tienes que tirar la silla con todas tus fuerzas —le estaba explicando a un niño vestido con camisa y corbata.
Pero entonces notó que empezaba a rodearla un coro de voces infantiles:
—¡Seño! ¡Seño! ¡Seño!
—¿Qué pasa, chicos? —preguntó al coro de niños y niñas de la función que se arremolinaban en torno a ella.
—¿Es verdad que va a venir? ¿Va a venir?
—Bueno, chicos, yo le he mandado la invitación, pero no lo sé.
—¿Nos puede contar la historia otra vez?
—Vamos, hay que seguir con el ensayo.
—¡Pero tenemos tiempo! ¡Tenemos tiempo!
—Ay, está bien, pero no creáis que me gusta tanto contarla.
—¡Bieeeeen!
—Veréis, hace mucho mucho tiempo…
Era una dadiván ni demasiado fría, ni demasiado calurosa. Como sabréis, esto fue algo que ocurrió antes del cambio climático y las explosiones volcánicas, así que existía algo a lo que llamaban “nieve”, pero la verdad es que no había ni mucha ni poca. La suficiente, pero sin pasarse.
Y en este escenario nos encontramos a nuestro protagonista, un vampiro funcionario que, como el tiempo de esas dadivanes, no destacaba demasiado ni por unas cosas, ni por otras. Ni siquiera destacaba particularmente por no destacar. Pero todo el mundo lo conocía, por dos importantes motivos.
El primero se hacía particularmente evidente en esta temporada del año. A pesar de que todo el mundo creía que la dadiván tendría que ser su parte del año favorita, no parecía agradarle demasiado. De hecho, a estas alturas del año se volvía extrañamente distante e irritable. Todo el mundo trataba de animarlo con regalos, sombreros festivos y villancicos, pero esto no parecía hacer más que empeorar las cosas.
En esta dadiván, como en todas las otras, el ayuntamiento había invitado a nuestro protagonista vampírico a una cena de dadiván. Él de por sí no era particularmente dado a la conversación (realmente, ni mucho, ni poco), pero en estos eventos siempre estaba básicamente de paso. Trataba de estirar el trabajo para llegar tarde, y de buscar cualquier excusa para marcharse temprano.
“Al final es solo quedarme aquí un par de horas para hacer acto de presencia y ya está” se decía.
Pero ese año no se quedó un par de horas. Apenas fue capaz de probar su sopa de sangre, tal y como le gustaba a él, ni muy salada ni muy sosa.
—Disculpe… —dijo una tenue voz femenina a sus espaldas.
Nuestro vampiro se giró. Dos jóvenes vampiresas (de no más de 50 años) que acababan de llegar de las tierras del este de Oyropa y aún no estaban familiarizadas con la estructura del ayuntamiento se habían acercado a él, una de ellas bastante avergonzada, la otra no tanto.
—Disculpe, señor… —dijo la que parecía más valiente de las dos.
El vampiro intuía lo que iba a pasar. No conocía a las chicas de nada. Ni siquiera sabía sus nombres. Pero algo le decía que eso iba a pasar.
—M-mi amiga y yo queríamos… Queríamos saber por qué… Por qué es que a usted le llaman…
—¡Hey, Cráckula Christmas! —dijo otra voz, al otro lado de la habitación— ¿Ya les has contado a las nuevas por qué te llaman Cráckula Christmas, eh?
Ambas chicas se sonrojaron. Cráckula Christmas también. Trató de volver a su sopa, pero ya no podía. Aun con todos los años que habían pasado, no era capaz de soportarlo. Dejó su cuchara en el plato de forma ruidosa (pero no demasiado), se puso en pie y abandonó el comedor, cogiendo su abrigo gris de camino. Todo el mundo se le quedó mirando y Cráckula pudo oír cómo empezaban los comentarios al poco de cerrar la puerta a sus espaldas. Le daba igual, no podía aguantar estar allí ni un minuto más. Estaba harto de tanta dadiván de las narices.
Salió a la calle. En la plaza frente al ayuntamiento todo eran decoraciones, atracciones para los niños risas, gente comprando regalos, guirnaldas, árboles, bolas, mantecados, mazapanes, roscos de vino… Sin poder evitarlo, una viva furia le subió desde el pecho y empezó a cantar mientras se alejaba lo más rápido posible por las festivas calles.
Niños, niñas y los demás,
ya no los puedo ni aguantar,
no resisto ni un poco más
la maldita Dadiván.
Ya no puedo más, ya no puedo más,
me hace vomitar,
Ya no puedo más.
No quiero ver un mazapán
odio las luces
las fiestas me van a mosquear.
Dadiván
¡Quiero gritar!
Que alguien me saque de aquí
Solo hay gente comprando en todas partes,
gastando dinero, alegrando comerciantes.
Van por ahí vaciando su cartera,
siempre que los veo me da la dentera.
No puedo más,
no puedo más,
Dadiván, Dadiván, Dadiván, Dadiván
Que pare ya,
debo escapar,
o estas luces me enloquecerán.
La canción seguía bastante más rato, pero creo que se entiende, no tenemos que cantarla cada vez. La verdad es que había puesto bastante trabajo en ella y hasta le había escrito las partituras de acompañamiento de flauta, pero como no tenía una a mano, se veía obligado a silbar las partes del solo.
A la mitad de la tercera vez que la cantaba llegó a su pequeño apartamento y, como no había tomado apenas nada en la cena de empresa y se le retorcían las tripas, sacó una bolsa de donaciones de sangre de la nevera para calentársela en el microondas. Pero mientras sonaba el acostumbrado “brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr” del electrodoméstico, otro sonido llamó la atención de Cráckula desde la ventana.
—¡Cráááááááckula! ¡Cráckula Chriiiiiiiistmaaaaas!
Cráckula Christmas se retorció. Más por el hecho de que alguien lo llamase por su nombre que por haber oído una voz misteriosa y ominosa por la ventana.
Sin darle demasiada importancia, Cráckula se encogió de hombros, dejó la sopa de sangre sobre la encimera, y se acercó a la ventana para abrirla. Veréis, Cráckula Christmas tenía algo que me gusta llamar “personalidad de mocho retorcido”. No importa lo que le eches, lo absorbe todo. Así que, por supuesto, no podría negarse ante la llamada de su visitante nocturno.
—… Popovici, ¿eres tú? —dijo Cráckula al ver por la ventana a su compañero de escritorio del trabajo. Se lo notaba más pálido que de costumbre (más de lo esperable para un vampiro) aunque podría ser efecto de la luz de la luna.
—Sííííí, soy yooooooo. Aparezco ante ti para anunciarte que se te aparecerán treees espííííritus.
—Popovici.
—¿Quéééééé?
—Popovici, no estás muerto. Te he visto esta tarde en el despacho.
—Noooooo. Soy el espectro anunciadooooor.
—Popovici, ya está.
—Vale, me da igual que me creas o no —respondió Popovici, dejando de hablar en tonos fantasmagóricos— pero lo de los espíritus es verdad. Así que prepárate.
Y tan pronto dijo eso, se fue por donde había venido, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
—Tengo que poner una alarma —concluyó Cráckula Christmas, el vampiro dadiveño, antes de que esto se viera confirmado por el sonido de algo rompiéndose en el salón.
Llegó hasta allí desde la cocina y se encontró a tres personas claramente cubiertas con sábanas a las que les habían hecho dos agujeros, sentadas en sendas sillas plegables que no eran suyas. Una cuarta silla vacía cerraba el círculo.
—Cráckula, esto es una intervención —dijo uno de ellos—. Tenemos que hablar de la Dadiván.
Nuestro héroe se quedó parado en el sitio mirándolos atónito y sin saber qué decir excepto:
—No, fuera de mi casa.
—Siéntate solo un momento, somos espíritus y estamos preocupados por ti.
Maldiciendo entre dientes, Cráckula se convenció de que en efecto no tenía más opción que sentarse en la silla vacía.
—Cráckula —comenzó el que estaba frente al primero que le había hablado—, yo soy el fantasma de las Dadivanes futuras.
—¿Esto no iba al revés?
—Piensa en cómo será tu futuro si sigues odiando la Dadiván, te quedarás sin amigos.
—A ninguno de mis amigos le gusta la Dadiván.
—En tu trabajo les gusta bastante.
—Esos no son mis amigos, son mis compañeros de trabajo.
—¿No crees que deberías cultivar una mejor relación con ellos?
—No, porque se dedican a disfrazarse de fantasma y a colarse en mi casa. ¡Ay!
Otro de los fantasmas había sacado un palo y le había arreado en la parte alta de la frente.
—¡Que escuches, malandrín!
—¡Joder, Buzura! —se quejó Cráckula Christmas.
—Que no, que soy el fantasma de las Dadivanes presentes. He venido a ponerte en la tele una emisión en vivo que están haciendo de la fiesta de empresa. Todo el mundo quiere felicitarte.
Levantó el mando y encendió el televisor. Antes de que llegara a salir gran cosa, Cráckula se lo había quitado de la mano y lo había arrojado contra la pantalla, haciéndola añicos. Los tres fantasmas lo miraron un poco amedrentados, pero pudieron reponerse rápidamente.
—No te preocupes —le dijo Buzura/el espíritu de las Dadivanes presentes—: hemos traído un proyector.
—Creo que hará falta algo más fuerte —le interrumpió el que ostensiblemente era el fantasma de las Dadivanes pasadas.
Y diciendo eso, una vez que Buzura había acabado de instalar el proyector y ajustar bien la lente para que no se viera borroso, presionó el botón.
En la blanca pared del salón de Cráckula Christmas se empezaron a proyectar fotos y vídeos tomados décadas atrás, en las que Cráckula aparecía rodeado de sus compañeros de trabajo en toda clase de situaciones relacionadas con la Dadiván, todo aderezado por vestimenta y adornos dadiveños.
Un vídeo de sus compañeros de trabajo agarrándolo entre varios y poniéndole un disfraz de Papá Gnol a la fuerza, otro vídeo que duraba unos cinco minutos en el que alguien le puso una diadema con cuernos de reno pero Cráckula no parecía darse cuenta, otro vídeo en el que alguien hacía sonar unos cascabeles y solo Cráckula Christmas parecía oírlos, mientras todos sus compañeros hacían como si no pasase nada y cuestionando en bienestar mental de Cráckula. Y así como una media hora larga.
—¿Lo ves, Cráckula Christmas? La Dadiván es una parte muy importante de ti. A estas alturas casi podría decirse que es toda tu personalidad.
Las palabras del espectro de las Dadivanes pasadas calaron hondo en el vampírico corazón de Cráckula Christmas, que se hundió en su asiento.
—… ¡No! ¡No, eso no es verdad!
—Es verdad, Cráckula Christmas —dijo el fantasma de las Dadivanes pasadas— ¿o es que recuerdas el nombre que tenías antes de que empezaran a llamarte Cráckula Christmas?
Cráckula palideció. Habían pasado años… no… décadas… ¿siglos? Había sido demasiado tiempo. La larga vida de un vampiro tiene sus pros y sus contras. Los pros son que tienen que prepararse muy bien si quieren matarte de verdad. Los contras son que tu cerebro almacena la misma cantidad de información que el de una persona normal, y cuando llega al tope, sobreescribe lo que hay atrás. Y había pasado tanto, tantísimo tiempo, que Cráckula Christmas se había olvidado de haber sido nadie que no se llamase Cráckula Christmas. Incluso en las pobremente recordadas memorias de su infancia —varios siglos atrás— podría haber jurado que su propia madre le llamaba Crackulita Christmas.
Una fría gota de sudor cayó por la espalda de Cráckula Christmas, enfriándole el espinazo. Era verdad. Todo era verdad. Al final era todo lo que tenía, todo lo que era. No había nada en Cráckula Christmas que no fuese su nombre y su desdén por la festividad a la que hacía referencia.
Y entonces fue cuando entré yo en su casa. Le dijeron que habían traído a alguien muy especial: la persona que le había dado el nombre de Cráckula Christmas. Yo había sido la que le había cambiado el nombre por las risas después de ver que, con una nueva regulación municipal, era muy fácil hacerlo en nombre de otra persona. Había tenido un año entero para impugnarlo y mantener su nombre anterior, pero se le pasó por completo el plazo, y ahora su nombre legal era Cráckula Christmas. El papeleo para recuperar su nombre original también hubiera sido sencillo para un funcionario entrenado, pero para cuando comprendió la magnitud de lo que estaba ocurriendo, ya habían pasado cincuenta años y había olvidado su nombre original, mientras que yo había dejado el trabajo en el ayuntamiento para adoptar un hijo y no nos habíamos vuelto a ver.
—¡Ursenco! —gritó él.
—¡Crackulita! —grité yo—. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
—¡Fuiste tú! ¡Tú tienes la culpa de todo!
—Es posible, pero espero que esta intervención te ayude a ser mejor persona.
—No —dijo el fantasma de las Dadivanes presentes—. Es estrictamente para que le guste la Dadiván.
—¡Jamás! —se negó Cráckula Christmas.
—¿Pero por qué no, Crackulita?
—¡Aquí soy yo quien hace las preguntas! ¡¿Por qué, Ursenco?! ¡¿Por qué ese nombre en concreto?!
Yo lo miré a los ojos, dibujé una media sonrisa, me crucé de brazos… y me encogí de hombros.
—No tengo ni idea, Cráckula, simplemente se me vino. Ni siquiera era Dadiván, era marzo.
Cráckula apretó los puños tan fuerte que casi se podría haber hecho sangre.
—¡¿Que era marzo?! Me cago en la leche que he mamado… —se dijo a sí mismo por lo bajo, entre los dientes cerrados con fuerza.
—Bueno, Cráckula, solo he venido a confirmar que estás bien y que por fin has entendido el verdadero y hermoso significado de la Dadiván. Que nos tenemos que ir a la fiesta.
—Yo no entiendo ya nada, me quiero ir a dormir, idos de una vez.
—Vale, no te preocupes —le dije yo guiñándole un ojo—. Estoy seguro de que algún día, muy pronto, conseguirás entenderlo.
—¡Que os larguéis!
—Vámonos, chicos —dijo el fantasma de las Dadivanes futuras y el de las presentes apagó y empezó a recoger el proyector. Le costó sacar el enchufe de la toma.
Así dejamos a Cráckula solo, con su cena fría, cuatro sillas plegables que no quería y un televisor roto.
Al día siguiente volvimos. Estuvimos yendo casi dos semanas hasta el día antes de Nochevieja. Y cada vez le poníamos proyecciones y lecciones distintas. Él nos abría la puerta con un suspiro y después lo miraba todo sin decir palabra hasta que nos cansábamos y nos íbamos. Fue un tiempo mágico, la verdad. Él estaba ahí en cuerpo, pero su interior se había rendido hacía tiempo. Por supuesto no logramos que la Dadiván le gustase ni un poquito más. De hecho, juraría que tuvo el efecto contrario. Pero estoy segura de que ningún tribunal del mundo me condenaría.
Y así, llegó el día de fin de año, la culminación de todo lo que habíamos estado preparando. Había invitado a Cráckula Christmas a ver conmigo los fuegos artificiales desde Fort Pork, el mejor sitio que había encontrado en todos mis años viviendo en Pork. Los fuegos se reflejan en el río y parece que se abren desde arriba y desde abajo, es precioso. Bueno, más bien lo era… con todas las fugas de las tuberías de éter en esa zona, lanzar fuegos artificiales sería un problema.
Pero ahí estábamos, cada uno con su silla plegable, en la torre más alta de Fort Pork. La había reservado a principios de año, estaba todo calculado.
Justo antes de que dieran las doce, miré a Cráckula Christmas a los ojos y le hablé cándidamente.
—Cráckula Christmas…
—No tienes por qué decir el nombre entero todas las veces.
—Bueno, vale, Cráckula… Tengo algo que confesarte.
—Uhum… —respondió Cráckula Christmas sin demasiada convicción.
—Lo cierto es… No te han venido a visitar los espíritus de la Dadiván… Fue todo algo que yo me inventé.
—Ya lo sabía.
—¿¡Qué!? ¿¡En serio!?
—Ursenco, lo he estado diciendo desde el principio, simplemente fingíais que no habíais oído nada.
Contuve una sonrisa.
—Bueno, sí, pero ¡piensa en la magia de esta semana y media que hemos pasado juntos! Hemos reído, hemos llorado, hemos rememorado el pasado, nos hemos preparado para el futuro…
—Ursenco, vale ya.
—No, Crackulita, estoy hablando en serio. Todo esto… Estos últimos días… Fueron nuestra forma de compensarte por todo el daño que te hemos hecho. No… Por todo el daño que Yo te he hecho.
Cráckula me miró con una cara de incomprensión, realzada por la luz de la lhuna. Me levanté de mi silla, me puse frente a él, y le extendí un sobre.
—Cráckula… Esto es para ti.
Cráckula Christmas cogió el sobre y lo miró extrañado. Los últimos días habían sido como un sueño para él, pero parecía que, aun con todo, no estaba preparado para este momento.
—Este es mi regalo de Dadiván. Dentro está algo que te arrebaté hace mucho tiempo… Es… Es tu nombre, Cráckula Christmas. El de verdad. Yo nunca me he olvidado, y he estado esperando a este momento para devolvértelo y volver a la normalidad.
Cráckula miró el sobre. O más bien, su mirada atravesó el sobre como un cuchillo atraviesa un trozo de queso, como una llama quema un trozo de papel. Una llama que quemaba dentro de él, un fuego que no estaba acostumbrado a dejar salir de él y que no sabía cómo medir ni cómo controlar. Levantó la vista para mirarme a los ojos y…
Sin volver la vista, hizo el sobre añicos, trozos tan pequeños que sería casi imposible reconstruirlos.
Acto seguido se levantó, agarró su silla plegable con ambas manos, la lanzó con todas sus fuerzas torre abajo y gritó:
—¡A la mierda con todo ya!
Y con eso se fue. No volví a verlo desde entonces, lleva décadas haciendo todo lo posible por evitarme, algo que, por supuesto, apruebo y respeto. La silla acabó clavada justo al lado de la entrada principal de Fort Pork, aún puede verse si váis allí porque nadie se molestó en sacarla, aunque a día de hoy está bastante oxidada… El paso del tiempo, que no respeta a nadie…
Y ahora que hemos compartido otra vez esta bonita historia, voy a ver si tengo algún mensaje del único e irrepetible Cráckula Christmas. ¿Os imagináis que viene a vernos? ¡Qué emoción!
Hmmm, no, parece que este año tampoco va a poder ser: solo me mandó un audio de 2 segundos diciendo que me fuese a freír puñetas. Bueno, no pasa nada. Le mandaremos una grabación, como todos los años.