Las compras dadivaneñas del veinticinco se saldaron con una tensa tarde de consumismo en el centro comercial El Gran Aceituno, donde una horda de compradores furiosos había arremetido ferozmente en busca del ansiado premio: “el caliguchi que baila y además hace café”, el producto estrella de la temporada. Tras una agresiva campaña de anuncios en televisión, internet, radio, periódicos, el cielo y a gritos por la calle, toda la ciudad estaba convencida de que todo el que es alguien debía tener un caliguchi que baila y además hace café.
Esto, combinado con la fama de que El Gran Aceituno no atrae demasiada clientela fue un cóctel mortal: si bien en los mayores centros comerciales había muchísimas personas, eran también muchas las que trataban de evitar la hora punta yendo a centros comerciales menores. Al llegar las seis de la tarde, el aparcamiento se llenaba como un vaso de agua bajo el grifo mientras la gente se desbordaba de los coches, colmando el recibidor del centro.
Muchos de ellos fluían como un río alrededor de las rocas, especialmente la imponente figura de Rogelia Larda, enorme y rotunda mujer, que devoraba un sándwich sentada en una mesa plegable en mitad del pasillo para recobrar fuerzas antes de volver a la carga, ahora que se avecinaba el momento de que repusieran de nuevo los caliguchis que bailan y además hacen café.
Al otro lado de la muchedumbre, Uriel —un cajero con más de 40 años de experiencia en el sector— y Jimmy —un reponedor novato— cargaban con ayuda de una transpaleta un palé repleto hasta arriba de caliguchis que bailan y además hacen café. No se molestarían en colocarlos, no tendría ningún sentido arriesgar la vida y la integridad física ante la masa de ansiosos consumidores, incapaces de evitar abalanzarse sobre el nuevo producto estrella como un enjambre de langostas es incapaz de evitar aniquilar campos de cultivo a su paso.
La vasta experiencia de Uriel en el sector no dejaba de decirle que las cosas no iban a hacer más que empeorar.
—Escúchame bien, chico —dijo Uriel con voz rasposa—: hoy es el día del que te he estado hablando. Si tienes familia ahí fuera, vete; aún estás a tiempo de escapar.
—¿Pero qué me estás diciendo, viejo? —contestó el joven—. Esto va a ser coser y cantar. Vamos: llegan, cogen los calipollas estos, y se van. ¡Y ya está, a otra cosa!
—Quiera Cthulucristo que tengas razón… —respondió Uriel, mirando al suelo.
La multitud se apelotonó alrededor del recién llegado palé. Eran ovejas, ovejas sin pastor tambaleándose torpemente mientras se acercaban al comedero; y, a pesar de que nunca había tocado ningún animal que andase a más de dos patas, Emilia Lapoint conocía de sobra a este ganado. Los únicos bienes que había sacado de su divorcio habían sido un par de posesiones en Extrangia que jamás volvería a visitar, el eterno desdén de su hija y un vago conocimiento de las disciplinas más “blandas” de la escuela de ninjutsu de su exmarido. Les sacaba partido diariamente en su trabajo de vendedora a domicilio de anchainers y les iba a sacar partido ahora.
Emilia se adelantó a la aglomeración antes de que Uriel y Jimmy sacaran el palé de la transpaleta y cogió casualmente un caliguchi que baila y además hace café de una de las esquinas del montón, sin detenerse, pero sin acelerar el paso. Cinco largos segundos pasaron hasta que la mente colectiva de la multitud acabase por procesar lo que había sucedido, y se abalanzaran salvajemente sobre la montaña de caliguchis que bailan y además hacen café. La veda estaba abierta.
La marea humana comenzó a cerrarse como una onda inversa sobre el carrito, cercándolo por completo. Jimmy hizo por subirse a él, pero solo había trepado hasta la mitad cuando empezó a tambalear y un infierno de manos trató de agarrarlo, así que simplemente saltó sobre las decenas de personas, que apenas parecieron reparar en él mientras rodaba hasta el otro lado de la marabunta sobre sus cabezas y hombros. Se podría haber dicho que surfeaba la multitud, pero eso hubiera implicado un mínimo de gracia.
Cuando cayó al otro lado al fin reparó en algo: Uriel tenía razón… El viejo cajero tenía razón y ya no estaba. La muchedumbre lo había devorado, probablemente destrozado y…
—¡Vamos, chico! —gritó una figura barbuda emergiendo entre el bosque de piernas como un zorro arrastrándose entre los arbustos.
—¡Uriel!
—Este no es mi primer rodeo. Vamos, muévete.
—S-sí, claro, tenemos que hacer algo.
—Ya lo creo: abrir las cajas —y, sin esperar respuesta alguna, echó a correr hacia la salida.
Hasta ese momento la trifulca no tenía nada fuera de lo normal: el codazo de rigor, muchas patadas en las espinillas, algún que otro mordisco… Pero todo se estaba desarrollando cívicamente sin deshacerse en un nivel insoportable de barbarie. No obstante, había fuerzas oscuras obrando en ese supermercado que no iban a permitir eso aquel día.
—¿Cómo? —sonaron los altavoces con un fuerte acento itaniano. Dos hermanos de frondosos bigotes habían reducido a los guardias y se habían hecho con la sala de control del centro.
—Lo que oyes —respondió Michool Cavallini, aguantándose la risa mientras se hacía pasar por un guardia—. La mitad de las cajas de caliguchis que bailan y además hacen café solo están llenas de piedras para calmar a la gente.
—Diox mío —replicó Giuswagpe—, no me gustaría ser uno de esos desgraciados que acaban con una de las cajas malas.
—Desde luego, no habría tiempo de encontrarlo en ningún otro sitio.
—¡Ay, diantre! —fingió—. ¡Esto está encendido! ¡Oh, no!
—¡Oh, no, sin duda!
Hubo un agudo pitido que se disipó en silencio al terminar la emisión. Todo el mundo pareció mirar al unísono los caliguchis que bailan y además hacen café, los unos a los otros y de nuevo a las cajas. Entonces fue cuando comenzó el verdadero pánico: nadie temía ya a la muerte.
Comenzaron a golpear puntos vitales, a improvisar armas… una banda de compradores consiguió agarrar lo que quedaba del palé y empezar a arrastrarlo hacia un rincón donde pudieran hacerse fuertes. Entre ellos estaba Nicoleta, una mujer con un gran moño y unas pestañas tan afiladas que podrían sacar sangre. Había aprovechado la confusión causada por el mensaje de los Cavallinis para ir a la sección de cocina y volver armada hasta los dientes, todo a una velocidad literalmente sobrehumana.
Los dos hermanos rieron mirando las cámaras de seguridad y ajustándose los antifaces.
—Buen trabajo, Michool, es hora de aprovechar para robarlo todo ahora que van a estar distraídos un buen rato.
—¡Pringados!
Y, al otro lado de la tienda, Uriel ya había empezado a llamar a los superhéroes.
Pero los superhéroes tardarían en llegar, y había varias personas en El Gran Aceituno que tenían el entrenamiento necesario para saber qué es lo que estaba pasando y cómo tenían que reaccionar. Uno de ellos era Verunnos, agente de policía. Sin perder un momento empezó a correr a toda velocidad hacia la sección de dulces.
Su problema es que era parte del cuerpo de policía de la capital y, claro, en la llamada “ciudad más malvada de la Thierra” una persona con aptitudes físicas ligeramente superiores a la media no iba a ser suficiente como para evitar conflictos a gran escala. Tenían que llamar a los superhéroes, cosa que ni siquiera estaba haciendo él ahora mientras se llenaba los brazos de bollería, se aseguraba de que el dependiente se había escondido en el obrador y comenzaba a atiborrarse.
Su trabajo no era lidiar con disturbios masivos, solo hacer de intermediario con los superhéroes, disuadir a criminales de poca monta, ayudar a los niños a cruzar la calle por entre los huecos que habían dejado dos coches en medio de un atasco y… atiborrarse de dulces.
Normalmente trataría de hacer algo más útil; pero, en pleno ataque de ansiedad y carente de toda la disciplina que pudiera haber tenido antes de su traslado a la capital, la única respuesta de la que era capaz era introducir otro rollo de canela en sus abultadas mejillas.
Por suerte para los presentes, Verunnos no era el único entrenado para enfrentarse a la situación. El capitán Rodrigo Rivas y el sargento Jorge Taiga —exmilitares de las fuerzas armadas y de la milicia asturina, respectivamente— habían ido a El Gran Aceituno a comprar materia prima para preparar uno de los exagerados banquetes que cocinaba habitualmente el sargento sin motivo alguno. Ambos vivían la tranquila vida civil (si bien es cierto que uno de ellos mataba a horribles monstruos mutantes de las alcantarillas diariamente en su trabajo), pero estaban más que preparados para lidiar con una pequeña escaramuza en un centro comercial. Tras una breve visita a la sección de jardinería, ambos se dirigieron al palé de los caliguchis que bailan y además hacen café, el epicentro de conflicto; dejando atrás a un par de señores de mediana edad que trataban de hacer una barricada con peluches, armados con pistolas de agua de alto calibre.
En dirección contraria a los exmilitares se dirigía Emilia, caja de caliguchi que baila y además hace café en mano. Los comentarios que habían soltado los hermanos Cavallini por megafonía la habían hecho dudar, pero uno no llegaba a ser uno de los más afamados estafadores de todo Hankens Sur haciendo caso a lo que decían los demás.
Emilia recorrió calmadamente los pasillos, llenos de compradores que estaban tan nerviosos que no eran capaces de darse cuenta de que podían salir fácilmente de esa carnicería dirigiéndose al mostrador, pagando lo que quisiera que llevasen encima, y no mirando atrás. Pero los lobos no se preocupan de las opiniones de las ovejas. Era su mensaje motivacional favorito, y se lo repetía a sí misma cada mañana.
Lo que no esperaba encontrar Emilia era un cachalote entre el rebaño de ovejas.
Rogelia Larda seguía a medio camino de la pila de caliguchis que bailan y además hacen café, incapaz de seguir adelante por causa de sus inhumanas lorzas. El resto del pasillo estaba vacío. Nadie quería provocar a la bestia.
Rogelia dirigió la mirada hacia Emilia, como uno de los antiguos dioses contemplando su creación, y sabiéndola muy inferior a cualquier cosa que ella pudiese hacer o pensar. Pero, aun así, Emilia tenía algo que ella quería y que muy probablemente no sería capaz de conseguir en su estado: un caliguchi que baila y además hace café. Se tambaleó en su dirección y se dirigió a ella con un tono amenazante:
—Dame eso, cerda —ordenó.
Emilia no habló. Sabía que no tenía tiempo de hablar. La mole de Larda se cernió sobre ella, dejándose caer mientras eclipsaba las luces del centro comercial, y Emilia rodó bajo ella escapando en el último momento al aplastamiento. Recuperó el equilibrio aún con una rodilla hincada en el suelo y, sin quitar el ojo de su enemiga ni soltar su botín, se rasgó la falda para tener más libertad de movimientos. Si quería salir de ahí, tendría que ser a través de Larda, aunque fuera a ser como atravesar un monte Leverest de grasa.
Rogelia husmeó con fuerza antes de clavar su mirada en Emilia.
—Asqueroso gusano —le dijo—. Es el pelo… Odio el pelo rojo.
—Bueno, tú tampoco eres una maravilla, querida —replicó Emilia.
Con un grito, se arrojó sobre la enorme masa de mujer que era su contrincante y ambas chocaron en pleno pasillo entre la muchedumbre de clientes que trataban de huir.
Las puertas del centro comercial se abrieron de par en par cuando los primeros clientes empezaban a escapar como buenamente podían del pánico. Dos figuras los contemplaban junto a la furgoneta de acción rápida en la que habían llegado.
—Ah, tumultos consumistas, mi especialidad —dijo el más fornido de los dos, casi reventando su ceñido traje blanco haciendo posturas—. ¡Por algo me llaman Peaceful Friday!
—Lo que tú digas —replicó el otro sin apartar los ojos de tu consola—. ¿Te lo dejo a ti entonces?
—Estaría encantado, pero necesito a alguien que se ocupe del recibidor principal mientras yo voy al centro del tumulto, también es un punto caliente.
—¿Quieres decir que te espere en la furgoneta?
—Gameman, sabes bien cuál es tu deber.
Gameman suspiró.
—Cuando mis padres me dieron a escoger entre esto o estudiar derecho debí haber escogido estudiar.
Algo que no podría sino describirse como un “aura pixelada” rodeó a Gameman mientras se dirigía a la entrada de El Gran Aceituno. Sus ropas cambiaron a lo que parecía ser un gi, pero “más anime” mientras sobre su hombro derecho aparecía un mensaje que decía “Class Change!”. Peaceful Friday fue tras él, no sería la primera vez que uno de los superhéroes a tiempo parcial se da a la fuga antes de acabar el trabajo, y Gameman no parecía especialmente de fiar.
Dentro, en la sección de charcutería del hipermercado, Michool y Giuswagpe Cavallini roían con calma un trozo de panceta.
—¿Qué crees que diría mamá si nos viese comiendo en lugar de ir a por lo más caro y llevárnoslo antes de viniesen los superhéroes? —comentó Michool.
—Venga ya, si siempre nos está diciendo que somos unos enclenques y que no nos alimentamos bien —replicó Giuswagpe—. Esto es una parada para coger fuerzas, ya iremos luego a mangar ordenadores.
—Huh, tiene sentido.
—¡Eh, vosotros! —dijo una voz en la lejanía—. ¡Alto a la autoridad!
Los hermanos Cavallini saltaron del susto.
—Signore… per favore, puoi… ustede… dirci dove… la salida? ¿Sí? —se apresuró a decir Michool mientras se giraba. El truco del turista itaniano era su as bajo la manga.
Entonces ambos vieron a Verunnos, agarrando una baguette como si fuese su porra, sudando a mares por llegar corriendo desde la sección de bollería. Uno de los mangantes de poca monta que escavecheaban el centro no pudo evitar contener una risa mientras agarraba como buenamente podía una televisión extraplana.
Los hermanos Cavallini examinaron de arriba abajo y de izquierda a derecha a Verunnos, perplejos.
—Oye, si lo que quieres es la panceta no hace falta ponerse así, que nosotros ya nos íbamos —dijo Giuswagpe saliendo de su estupor.
—¡Lo que quiero es que pongáis las manos en alto y no opongáis resistencia, Cavallinis! Quedáis arrestados por fuga, resistencia a la autoridad, y mancillamiento de charcutería. Os preguntaría si vuestra madre no os ha enseñado modales, pero está muy claro que no.
La expresión de los Cavallini pasó de una cierta amabilidad sarcástica a la ira.
—¿Qué ha dicho de nuestra mamá, Giuswagpe?
—No lo sé, Michool, nos lo va a tener que repetir.
—Rendíos ahora mismo.
Giuswagpe se sacó del bolsillo su puño de acero y se lo puso: cada uno de los nudillos tenía un puño más pequeño con otro puño columbusano. Michool, por su parte, empezó a agitar sus nunciakus itanianos rematados en cabezas de potro de hierro.
—Así que así es como lo queréis, ¿eh? —respondió Verunnos soltando la baguette y agarrando un cuchillo de jamón tamaño katana que había en un exhibidor.
Se plantó en el sitio y levantó su improvisada arma para esperarlos llegar, pero fue inútil. Los dos ladrones, más rápidos que él, lo rodearon sin problema y empezaron a zurrarle de lo lindo mientras le robaban la cartera.
Tras un minuto de castigo, necesitaron recuperar el aliento y Verunnos dio un paso atrás, ensangrentado.
—Espero que hayas aprendido a no meterte con las madres de los demás —le injurió Michool.
—No os saldréis con la vuestra —replicó Verunnos apoyándose en el cuchillo. Recuperó el equilibrio sobre sus propios pies y se volvió a poner en guardia, desafiante—. Hoy no.
—Déjalo, Michool, apenas puede tenerse en pie.
—Vosotros los criminales ya os habéis reído suficiente de la policía de esta ciudad y de su sistema judicial —continuó Verunnos—. Es el momento de retomar la mano dura: de salir a las calles a hacer nuestro trabajo como policías de verdad sin depender de unos payasos con capa. Y eso empieza hoy: aquí y ahora.
Los dos hermanos dieron un paso atrás, algo intimidados por la inesperada resolución del oficial.
—¡Hoy es el día! —gritó Verunnos y se abalanzó sobre ellos—. ¡Aaaaaah!
Al llegar, las cabezas de los dos itanianos se entrechocaron y una silueta blanca apareció tras ellos cuando se derrumbaron sin conocimiento. Entonces Peaceful Friday detuvo el cuchillo entre las palmas de sus manos, haciendo que Verunnos rebotara contra el mango y cayera al suelo sobre los itanianos.
—¿Está usted bien? —le preguntó el superhéroe—. ¿Qué le han hecho estos malhechores? Si puede andar, diríjase a la salida.
Verunnos abrió la boca, quizá para responder, pero para entonces el héroe ya se había ido directo al núcleo de la catástrofe.
En las cajas, Uriel y Jimmy registraban a toda velocidad los productos que los aterrados compradores habían sido incapaces de acarrear en su huida. Una tercera caja estaba siendo atendida por Chad-Li, el culturista jino. Ningún otro cajero se había atrevido a ocupar su puesto de trabajo, a pesar de las incesantes amenazas de la encargada.
Gameman montaba guardia en las cajas desiertas, mandando bolas de qi —idénticas a las que salen en “¿¡A que no me lo dices en la calle!?”, el juego de lucha clásico— a aquellos que intentasen salir sin pagar. Esta amenaza era suficiente para disuadir a la mayor parte de los compradores, pero varios saqueadores habían escapado sin que Gameman hiciese mucho por remediarlo.
Jimmy estaba a punto de desplomarse. Había cogido ese trabajo simplemente para pagar vicios, no estaba preparado para ese nivel de atención al público. El nerviosismo de los compradores y el espíritu consumista dadivaneño le exigían registrar productos a velocidades que no creía posibles, al igual que no creía posible que toda esa gente se dejase llevar por el espíritu de las fiestas y vaciase los estantes a pesar de estar en peligro mortal.
Uriel vio el estado de ánimo de su joven compañero desde la caja contigua, y se dirigió a él sin desatender la caja:
—¡Venga chaval, arriba esos ánimos! ¡Que lo peor ya está pasado!
Uriel señaló al stand de las bebidas espirituosas. Aún eran pocos; pero, por fin, se podían ver los primeros compradores que habían conseguido hacerse con un caliguchi que baila y además hace café y salir con vida del epicentro del conflicto.
Jimmy sonrió ligeramente.
Al otro lado del local, el palé de caliguchis que bailan y además hacen café había sido tomado por Nicoleta y algunos otros compradores a los que había considerado lo suficientemente competentes como para no apuñalar por la espalda por acercarse demasiado a su alijo. Guiados por el pánico, las órdenes de la mujer del moño y la irresistible tentación de los caliguchis que bailan y además hacen café; los atrincherados lanzaban cuchillos, sartenes y ollas a todo el que se acercaba a la montaña de cajas sobre la que estaban subidos.
La situación estaba en un punto muerto: los que tenían los caliguchis que bailan y además hacen café no podían salir, y los que no los tenían no estaban dispuestos a salir sin ellos. Varios cuerpos sin vida de los primeros conflictos, poco después de la llegada del palé, aderezaban la escena.
El capitán Rivas y el sargento Taiga llegaron al foco del conflicto enarbolando sus palas y abriéndose paso entre una muchedumbre; a pesar de estar siendo golpeados por objetos contundentes, eran incapaces de sacar los ojos del palé, protegido por un fortín improvisado de productos de menor categoría, estanterías y una fuente de agua.
—¡Esto es como en los videojuegos de zombis! ¡Jojojojojo! —bromeó el capitán Rivas, tratando de trivializar la situación.
El sargento no pudo evitar reír por la nariz ante el comentario de su marido.
Ambos exmilitares llegaron hasta el fuerte y se dirigieron a los atrincherados.
—¡Entregadnos los caliguchis o lo que sea —ordenó el sargento Taiga—, hay que acabar con esto!
Los atacantes, viendo que parecían estar de su parte después de todo, comenzaron a ver en qué quedaban las negociaciones.
Nicoleta no se dignó en mediar palabras y le lanzó una sartén antiadherente al sargento, que la esquivó grácilmente con un salto hacia atrás.
—¡Hay más como esa aquí arriba! ¡Alejaos de mi propiedad u os machacaré como los gusanos infectos que sois!
—Bueno, ya está —decidió Taiga alzando su pala—. Vamos a acabar esto de una\
—No tan rápido —dijo una voz a su espalda.
Taiga trató de mover la pala, pero una gran fuerza se lo impidió.
—¡Peaceful Friday! —gritó el capitán al ver la figura del superhéroe agarrando la herramienta.
—Deteneos ahora mismo, alborotadores —les dijo.
—Eh, no, creo que ha habido un error —comenzó Rivas.
—Suelta eso ahora mismo, muchacho —le espetó Taiga—. A mí nadie me va agarrando las palas.
De un tirón Taiga arrancó la herramienta de las manos de su contrincante y comenzó a girarse describiendo un arco con ella. No obstante, Peaceful Friday lo estaba esperando y, lanzando una patada en dirección contraria, arrebató la pala de las manos del sargento.
—Has cometido un error, chico, me has liberado los puños —espetó Taiga devolviéndole un derechazo—. Son lo mejor para pelear contra becerros como tú.
Peaceful Friday dio un paso atrás y sacudió la cabeza antes de lanzarse de nuevo sobre Taiga y los dos hombres se enzarzaron a puñetazos. A su alrededor, los clientes animaban a uno u a otro, apostaban caliguchis que bailan y además hacen café y se dejaban mantener a distancia de la reyerta por el capitán Rivas.
Después de un duro intercambio de golpes, ambos luchadores dieron un paso atrás, estudiándose el uno al otro.
—Eres bueno para ser un alborotador —admitió Peaceful Friday antes de escupir algo de sangre—: ¿cómo te llamas?
—Mozuelo, yo soy el sargento Taiga.
Peaceful Friday se quedó más tieso que con el más fuerte de los puñetazos que había recibido hasta ahora.
—¿Ese sargento Taiga?
—¿De cuántos has oído hablar, rapaz?
—Oh, señor, lo siento mucho, ¿dónde están mis modales? —respondió el superhéroe haciendo un saludo militar—. Aprecio mucho su servicio combatiendo contra los monstruos de las alcantarillas.
—Déjate de saludos y de centellas, chico. Aún tenemos un conflicto que solucionar.
—¡Sí, señor!
El capitán Rivas los miró a ambos, mostrando una expresión a medio camino entre una sonrisa y una mueca de exasperación.
Al otro lado del local, Emilia y Rogelia seguían en su encarnizada lucha por la caja del caliguchi que baila y además hace café. Emilia se había subido a la grupa de Rogelia, y trataba de estrangularla con una cortina de baño, acción dificultada por el hecho de que no había soltado la caja del caliguchi que baila y además hace café en ningún momento.
Rogelia, por su parte, había cogido la baguette que Verunnos había arrojado al suelo. Al principio intentó golpear a Emilia con ella, pero poco después le entró hambre y empezó a comérsela.
Emilia seguía apretando la cortina alrededor del cuello de la masa de carne, incapaz de figurarse cómo es que su exmarido era capaz de hacerlo sin esfuerzo con un sedal. Rogelia se retorció, chocándose contra las estanterías de ambos lados del pasillo, derribándolas a su paso.
Verunnos, royendo la panceta que habían abandonado los hermanos Cavallini, se sobresaltó al ver la escena y se prometió que el año que viene empezaría a ponerse en forma y a combatir el crimen de verdad, quizá incluso pedir el traslado a su vieja comisaría. Pero aún quedaba una semana para el año siguiente, de modo que siguió comiendo.
Los hermanos Cavallini, por su parte, recuperaron el conocimiento solo para ver el extraño rodeo de las dos mujeres, de modo que, llevados por su instinto carcelario, levantaron una baldosa con la pala de Taiga. Empezaron en vano a tratar de abrir la dura capa de hormigón con la punta de la pala para darse a la fuga.
Rogelia Larda estaba completamente fuera de sí. Mientras masticaba la baguette, no dejaba de soltar insultos vagamente comprensibles por tener la boca llena y estar acabándosele el oxígeno. Su piel empezó a enrojecerse e irradiar calor mientras sudaba como una maldita gorrina. Los compradores que aún no habían tenido la iniciativa de ponerse a la cola para pasar por caja y salir de ese infierno huían despavoridos
—¡Terremoto! ¡¡TERREMOTO!! —decía una señora de mediana edad echándose al suelo.
—¡Es Freilien montando su puerca espacial! ¡Huyamos! —dijo un joven con un marcado acento sveco.
Los gritos de este último parecieron dar una idea a Emilia, que soltó ligeramente la cortina de baño con la que trataba de ahogar a Rogelia y la agarró como si de unos estribos se tratase. Dirigiéndola hacia la entrada del supermercado, le dio una patada a la altura de las costillas mientras gritaba “¡Arre!”.
Entretanto, Gameman estaba junto a las cajas registradoras, manteniendo el orden. Lo cual para él era simplemente estar de pie al lado de las aglomeraciones de gente que querían pasar por caja diciendo en tono desinteresado cosas como “no empujen” o “todos tendrán su turno” mientras Chad-Li, Uriel y Jimmy seguían trabajando como posesos. De vez en cuando, lanzaba una bola de qi a alguno que se pasara de la raya, pero es difícil pasarse de la raya con Gameman.
Entonces el temblor finalmente llegó hasta ellos. Uriel apenas levantó la cabeza (durante su carrera como cajero ya había estado despachando en un incendio y en una inundación), pero Jimmy sí desvió la vista para ver qué estaba pasando y, entonces, vio a las dos mujeres dirigiéndose directamente a las cajas, con Rogelia forcejeando y galopando para tratar de librarse de Emilia.
Gameman acabó por dirigir la mirada en la dirección de la que provenían los temblores y los gritos. La imagen del inusual rodeo y el preocupante olor a manteca frita fueron suficientes como para hacerle comprender de que, si no se ponía en serio, tanto él como muchos otros podrían morir aplastados o empotrados contra la puerta de salida. Gameman se remangó las ya cortas mangas de su rimbombante gi, y andó hacia la bestia mientras un aura pixelada lo envolvía de nuevo. El mensaje “Class Change!” volvió a aparecer en el aire, mientras la forma de Gameman cambiaba y se expandía.
Emilia luchaba por mantener el control de la iracunda Rogelia. Había notado que la oronda mujer desprendía cada vez más calor, y que sus fuerzas no mermaban a pesar de que cualquier persona normal habría desfallecido o muerto de anoxia minutos atrás. Pero no importaba: solo tenía que arrollar la última sección de la cola, pasar por caja y meterse en el establecimiento más cercano como si nada hubiese pasado. La victoria estaba tan cerca que casi podía olerla. Y, por algún motivo, olía a torrezno…
Sin embargo, algo se interpuso entre ella y la libertad: Gameman estaba plantado delante de las cajas registradoras. Su forma había cambiado: ahora había adoptado la oronda fisiología de Lario Lards, el obeso protagonista de la franquicia de juegos Crush & Roll del mismo nombre. Una seta achatada y con un estipe tan ancho como un puño se manifestó en su mano. Gameman se la echó a la boca y la comió de un bocado.
Inmediatamente, el superhéroe creció hasta casi triplicar su tamaño normal, eclipsando con creces a la ya de por sí intimidante Rogelia. Los ojos de Emilia se abrieron como platos, pero recuperó la compostura a tiempo de evitar perder las riendas de Rogelia. Esta seguía forcejeando, probablemente no del todo consciente de la situación, cegada por la ira y siendo incapaz de percibir a nadie que no fuese a Emilia.
La jinete no fue capaz de redirigir a su montura para evitar darse de bruces con Gameman. Rogelia chocó de lleno contra el descomunal superhéroe, lorza contra lorza, poder contra poder.
Los cimientos del edificio volvieron a temblar brevemente. Los compradores que estaban pasando por caja, que ya de por sí rezumaban pánico por todos sus poros, se alteraron aún más ante el choque de titanes. Algunos trataron de colarse por las cajas vacías que Gameman había dejado atrás, medio tratando de salir sin pagar, medio respondiendo a su instinto de supervivencia. No fueron muchos, ya que Chad-li se percató rápidamente de la situación, y no dudó en saltar sobre una de las cintas transportadoras desiertas, dejar sin sentido a uno de los alborotadores de un solo mamporro bien dado y volver con tranquilidad a su caja para atender a los clientes de bien. Jimmy, no daba crédito de la situación en la que estaba metido. Uriel seguía registrando códigos de barras, inmutable.
Al toparse con un obstáculo aparentemente inamovible, Rogelia instintivamente apretó los dientes y tensó todo su cuerpo. Su piel se volvía más y más roja, mientras su temperatura corporal seguía subiendo cada vez más. Emilia tiró con fuerza de la cortina que estaba usando como riendas: aún no sabía cómo sería capaz de esquivar a Lario Lards en su forma XXXXL, solo estaba segura de que tenía que evitar la confrontación entre las dos masas de carne a cualquier precio. Pero se le acababa el tiempo. La piel de Rogelia ardía de ira, ahora literalmente; y Emilia sabía que, si la cosa seguía así, se quemaría también ella misma. Tenía que hacer algo, tenía que sacarla de ahí, tenía que redirigirla y hacerla pasar por caja, tenía que…
La cortina que hacía de riendas de Rogelia empezó a arder al contacto con su piel, partiéndose por la mitad. Emilia, que estaba tirando de ella con todas sus fuerzas, perdió el equilibro y cayó hacia atrás, dejando a Larda sin jinete.
Rogelia, completamente fuera de sí por la furia y las altas temperaturas a las que debía de estar sometido su cerebro, cargó de frente contra Gameman, produciendo un efecto que solo puede describirse como una burbuja de una lámpara de lava colisionando con otra mayor… pero con mucho más ruido y pánico.
Ambos empezaron a forcejear en frente de las cajas mientras los clientes se apretujaban para dejarles paso. Emilia, al abrir los ojos en el suelo, vio la enorme mole cerniéndose sobre ella y rodó para esquivarla, sin soltar en ningún momento el caliguchi que baila y además hace café que había llevado bajo el brazo hasta el momento. Una vez estuvo a una distancia prudencial del enfrentamiento, se arregló el pelo, dejó salir un suspiro y caminó como si nada hasta la cola de las cajas ante la mirada de ingenuidad de los otros clientes.
Al fin, la versión Lario Lards de Gameman consiguió imponerse sobre Larda e inmobilizarla en el suelo, pero estaba tan caliente que no aguantaría mucho tiempo: su esperanza era que se cansara antes de que su transformación no pudiera dar más de sí, pero la mujer no paraba de patalear y gritar como una posesa. Y cada segundo estaba un centímetro más cerca de liberarse y caer sobre el resto de clientes como una albóndiga de ira.
—¡Chico! —lo llamó una voz.
Y levantando ligeramente la mirada pudo ver al capitán Rivas, de lustrosa barba, saltando sobre la melé y llevando entre sus manos unas enormes cadenas que había tomado prestadas de la sección de ferretería.
—¡Sujétala mientras la pongo cómoda! —gritó, estirando las cadenas.
Larda siguió resistiéndose, pero al final los dos consiguieron ponerle las ligaduras y dejar a Larda como un cochinillo.
—Gracias —dijo solo Gameman, habiendo vuelto a su forma original.
—Esto no es nada —replicó el Capitán—. Deberías ver lo que cuesta mantener a los niños tranquilos en la barbería, jaja.
Gameman sonrió.
—¿Cómo van las cosas por ahí atrás?
—No te preocupes, están en buenas manos.
—¡Un paso más y la tenemos! —gritó Taiga a los compradores que se agolpaban en el exterior de la barricada, ansiosos de hacerse con los caliguchis que bailan y además hacen café.
El sargento los estaba manteniendo a raya, con los puños a la vista, mientras Peaceful Friday se disponía a saltar para romper la resistencia de los que estaban acantonados en el interior. Ambos hombres intercambiaron miradas y se asintieron, entonces Peaceful Friday cruzó.
Los compradores atrincherados lo rodearon o, más bien, se pusieron a su alrededor bastante preocupados, enarbolando palos de fregona y herramientas de jardinería como armas.
Uno de ellos, vestido de oficinista y bastante nervioso, no pudo aguantar la presión y cargó directamente contra Peaceful Friday, quien se limitó a agarrar su palo y tirar de él para hacerlo caer. Todos los demás retrocedieron un paso.
Todos excepto Nicoleta, que en su lugar avanzó con una mirada que decía claramente que no estaba dispuesta a que nadie le arruinase los planes.
—Exigimos que se nos deje el camino libre para completar nuestras compras —ordenó.
Los demás asintieron, nerviosos.
—Así se hará, en cuanto levantéis la barricada y dejéis que todo el mundo acceda a la mercancía.
—¡No! ¡Los caliguchis que bailan y además hacen café auténticos tienen que ser nuestros!
—Los rumores sobre productos falsos son un bulo, señora.
—No escucharemos tus mentiras, humano —replicó ella, cada vez más alterada.
Los demás empezaron a asentir, pero entonces se miraron extrañados al darse cuenta de que había dicho “humano”.
Antes de que entendieran qué estaba pasando, Nicoleta saltó con una agilidad sobrenatural, tratando de abatir a Peaceful Friday. El superhéroe se giró para esquivarla en el último momento, adentrándose más y dejando que los demás formaran un corro a su alrededor.
Nicoleta entonces se dio la vuelta, mostrando sus colmillos. Los otros compradores, al verlo, murmuraron sorprendidos que era una vampiresa, probablemente una funcionaria del ayuntamiento.
—¡Una vez acabe contigo nada se interpondrá en mi camino!
—Señora, le ruego que se detenga —la instó Peaceful Friday.
Lejos de eso, Nicoleta se volvió a lanzar sobre él a tal velocidad que el ojo humano difícilmente era capaz de seguirla. Peaceful Friday giró cuarenta y cinco grados y apenas logró apartarse de la trayectoria.
—¡Te demostraré lo que les pasa a los gusanos que se creen más de lo que son! —volvió a amenazar Nicoleta, preparándose para otra acometida.
La vampiresa empezó a moverse a toda velocidad de un borde a otro del círculo en cuyo centro estaba Peaceful Friday. El héroe se movía en el sitio con movimientos medidos, esquivando los ataques mientras la vampiresa le dedicaba pasada tras pasada.
—No malgastes fuerzas —le dijo sin dejar de atacar—. Pronto estarás mordiendo el polvo.
Un arañazo se abrió en el brazo del héroe, dejando salir sangre. Y luego otro en su otro brazo y en su pierna. Pero Peaceful Friday permanecía completamente sereno, con los ojos cerrados y en perfecta armonía.
Finalmente, el héroe abrió los ojos de golpe y, con un solo movimiento, extendió la mano y atrapó el brazo de la vampiresa en el aire, que se elevó debido a la inercia de la repentina frenada.
Antes de que pudiera reaccionar, Peaceful Friday le dio la vuelta en el aire como si no pesase más que una sábana y la trajo hacia sí para poder esposarla por la espalda.
—Todos los años tiene que haber alguno—se dijo.
Nicoleta empezó a gritar algo sobre brutalidad policial; pero, para entonces, sus antiguos compañeros ya habían empezado a agarrar sus caliguchis que bailan y además hacen café y a deshacer la barricada para poder salir de ahí.
Con la cabecilla detenida, Peaceful Friday y Taiga establecieron un cordón de seguridad para llegar desde ahí hasta las cajas de forma ordenada.
Una hora más tarde, el último comprador salía de la tienda. Jimmy cerró la caja y se resbaló desde el taburete hasta el suelo, exhausto, sin emitir ni un sonido.
—Bueno, ha sido un día interesante —dijo Uriel llegando junto a él.
—¡¿Interesante?! ¡Casi morimos!
—¡Jaja, sí! Bueno, ¿qué? ¿Cerramos y vamos a tomar algo antes de volver con las familias?
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
—Tranquilo, chico, a partir del tercer año te acostumbras.
Jimmy, todavía en el suelo, se miró la punta de los zapatos.
—… está bien, vale, vamos a tomar algo.
—Ese es el espíritu —confirmó Uriel ayudándolo a levantarse.
Narrado por Antiago Sierra Gómez. Referencias usadas:
Testimonio presencial del narrador
Grabaciones de las cámaras de seguridad de “El Gran Aceituno”.
Declaraciones de Uriel Sánchez Vizconde, Verunnos Santana Fontalbán, Rodrigo Rivas García y Peaceful Friday
Expediente de penales de Emilia Lapoint