El entierro de Joaquín había gozado de una rara solemnidad en esta clase de ocasiones. El cielo matutino había aparecido completamente gris y la ceremonia se había llevado a cabo con el sonido continuo de la lluvia golpeando el suelo y los cristales en el exterior. Incluso a sus amigos y vecinos —que se decían que al pobre hombre simplemente le había llegado la hora después de setenta y tres años de beber y fumar sin parar—, les costó evitar que la lobreguez del día les amarrase un nudo en las entrañas.
Una vez el bueno de Joaquín reposaba en su nicho, cerrado a cal y canto, los hombres de edad del lugar (que a decir verdad eran casi todos) se apresuraron a cruzar las calles embarradas para tomar refugio en el bar, donde más apropiadamente recordar a Joaquín y olvidar cómo su triste destino sería inevitablemente el suyo algún día. Poco a poco, primero en grupo y luego de uno en uno, empezaron a llegar, sentándose a beber, conversar y jugar al dominó.
Paco, un hombre bien entrado en la jubilación, de prominente barriga y clara calvicie llegó casi de los últimos, dejando que el sonido de la lluvia y el frío del viento se infiltraran por un momento en la taberna antes de volver a cerrar la puerta y dejar su paraguas negro en el paragüero con los demás. Localizó una mesa donde dos de sus compadres estaban esperándolo y acudió a sentarse con ellos.
—¡Cuñado! —llamó al dueño alzando el brazo—. ¡Ponte un vermú!
Y el imprecado fue con calma a cumplir la comanda. Paco, entretanto, se introdujo la mano en el interior de la chaqueta para desenfundar del bolsillo su propio juego de dominó. No estaba nada dispuesto a jugar con las fichas del local, que manoseaba todo quisqui.
Tras una mirada de complicidad con sus dos compañeros, dejó caer las suertes con un sonoro traqueteo sobre la mesa y empezó a mezclarlas como una sopa hecha de piedras. Se repartió, se jugó y no pasó mucho tiempo antes de que Paco lograra poner triunfal su última ficha en el centro del tablero, un cinco con un dos.
—Lo siento, señores, pero me tienen que invitar a unas bravas —anunció feliz mientras los otros dos se reían con buena deportividad y no poco seguros de que la siguiente sería la suya.
Habían desmontado la partida anterior y comenzado a darle la vuelta a las fichas cuando la puerta se abrió de repente, como empujada por un fuerte viento. Y en su vano se recortó una figura al principio irreconocible cubierta de un impermeable amarillo con profunda capucha.
Dio un par de húmedos pasos al interior del bar mientras todas las miradas lo seguían. Los primeros que lo reconocieron no tardaron en decir su nombre.
—Buenas, Jesús.
Se bajó la capucha para revelar el rostro de un hombre también mayor, pero más enjuto y de barba ya más cana que morena. Apenas devolvió el saludo con un gesto de cabeza, sin ni siquiera mirarlos mientras continuaba su camino.
—Al final el entierro del Joaquín te pilló en la ciudad, ¿no? —intentó hacer conversación otro de los hombres, pero de nuevo Jesús pasó de largo.
Iba directo a la mesa donde estaban Paco y sus compañeros de juego. Se sentó en el asiento vacante con un aspecto tan sombrío como la lluvia que le había empapado el impermeable (que ni se había molestado en quitarse para consternación del dueño).
—Parece haberle sentado bastante mal de Joaquín —susurró uno de los hombres de la barra.
—Ni siquiera pensaba que fueran tan amigos.
—Yo ni sabía que cruzaban más de dos palabras al año. Y las de este fueron cuando Joaquín estuvo enfermo…
El dueño del local se acercó a la mesa.
—¿Qué vas a tomar, Jesús?
—Ponme un carajillo, Bastián… —pidió Jesús con voz monótona, como si saliese de un viejo motor—. Tengo que estar despierto para jugar.
—Ahora mismo —respondió el dueño retirándose.
Paco, como si acabase de despertar de un sueño, se dio cuenta de que todavía tenía las manos sobre las fichas a las que dar la vuelta. Empezó a hacerlo mientras se dirigía a Jesús.
—Pensaba que no eras muy amigo del dominó.
—Hoy es distinto. Reparte.
Paco sintió en esa última palabra una verdadera orden de que cortara la cháchara e hizo como se le dijo.
Pronto Jesús tuvo sus cinco fichas, y con movimientos lentos y calculados, las colocó formando el tradicional muro frente a él. Uno de los amigos de Paco hizo el primer movimiento, pero ni él ni su colega se atrevían a abrir conversación. La atmósfera en la mesa e incluso en todo el bar había cambiado, arrebatada de toda su calidez por el bloque de hielo que se había adentrado en ella con la forma de Jesús. Más de uno pensó que probablemente estaría más cómodo fuera bajo la lluvia, otros no pudieron evitar pararse a mirar cómo discurría la silenciosa partida, que por lo demás no tenía nada fuera de lo común para una partida de dominó, pero tras una primera ronda parecía que estaban en juego las mismas llaves del reino.
Se sucedió otra ronda en la que Jesús se bajó el carajillo en lo que no parecieron más de dos tragos. Luego el turno volvió a dar la vuelta a la mesa hasta que, una vez más, le tocó a Jesús jugar ficha. Pero en lugar de poner alguno de los rectángulos de baquelita en el centro del tablero, el hombre se quedó callado, mirándose el regazo mientras su respiración se hacía cada vez más errática. Los parroquianos empezaron a preocuparse de que pudiera pasarle algo, pero ninguno se atrevió a hablar durante un lapso que se dilató minutos.
Finalmente la paciencia de Paco llegó a su límite. El hombre miró a ambos lados y, viendo que nadie más iba a decir nada, respiró hondo y se dirigió a su contrincante.
—Jesús, si no tienes para jugar, tienes que robar.
Jesús no respondió ni levantó la cabeza ni dio ninguna otra muestra de haber escuchado a Paco.
Uno de los compadres levantó la mano con la intención de sacudirlo un poco a ver si es que se había quedado dormido con los ojos abiertos, pero entonces de Jesús volvió a salir su voz de arroyo monótono.
—Oye, Paco.
Sin saber muy bien por qué, el aludido tragó saliva.
—¿Qué? —preguntó con un hilo de voz.
—Soy yo…
—¿Tú eres…?
—Soy yo quien lleva años robándote las peras antes de que terminen de madurar del todo.
Fuera hubo un breve destello de un relámpago.
—¡Lo sabía! —bramó paco poniéndose en pie con el trueno—. ¡Es que lo sabía!
Golpeó la mesa, sacudiendo las piezas por doquier.
—¡Ahora te vas a llevar una buena por listo! —le aseguró Paco.
Pero antes de que pudiera llevar a cabo sus amenazas, el bar se iluminó y tembló con un rayo que había caído peligrosamente cerca. Y entonces las siluetas de todos los presentes se deshicieron cuando la electricidad del bar se fue por un momento y todo quedó en penumbra.
—¡Los plomos, los plomos! —gritaron algunos.
Pero ni siquiera hizo falta que el camarero hiciera nada. La luz volvió en menos de un minuto y desveló la figura de Paco con las manos en alto, mientras que Jesús, que se había sacado una vieja pistola de la guerra de debajo del impermeable, lo encañonaba.
Prácticamente todos los demás hicieron ademán de levantarse para abandonar el lugar, pero un grito de Jesús los dejó petrificados.
—¡Que a nadie se le ocurra salir o mato a Paco!
Unos cuantos, viendo el percal, volvieron a sentarse. La mayoría permaneció de pie, pero por ahora todos parecían haber dado por buenas las amenazas de Jesús, por no hablar de lo que sería capaz de hacer contra ellos. Sin embargo, pronto la inquietud volvió a la pintura en la que se había convertido el bar y los hombres, nerviosos, empezaron a cuchichear a medida que calibraban la situación en la que se encontraban. Finalmente uno de ellos decidió dar un paso al frente.
—¡Pero, vamos! —exclamó—. ¡No hay forma de que esa antigualla pueda disparar!
Jesús no respondió. Se limitó a girar rápidamente la pistola hacia la barra y todos aquellos que se vieron o creyeron verse en su trayectoria se lanzaron cuerpo a tierra. Un nuevo trueno resonó en todo el local como el interior de una campana en domingo. La pistola se disparó y el tiro destrozó por completo el teléfono fijo verde en la esquina de la barra, de cuyo nuevo agujero salieron despedidos por doquier toda clase de fragmentos irreconocibles.
—¡Carajo si funciona! —espetó otro abuelete mientras Jesús volvía rápidamente a encañonar a Paco.
—Paco, siéntate —ordenó al fin Jesús.
—No… —se negó Paco más por un impulso mecánico que por una verdadera razón para no sentarse.
—Baja las manos —volvió a ordenar Jesús en un monotono que dejaba claro que estaba hablando despacio porque no soñaba con tener que repetirlo— y siéntate.
Paco hizo como se le dijo sin quitarle la mirada a la boca del cañón y Jesús se sentó frente a él como habían estado hasta ese momento.
—Ahora —continuó él—, remueve las fichas y reparte. Vamos a jugar tú y yo.
—Jesús —trató de negociar Paco—, no sé qué te pasa, pero tranquilo. Baja el arma y de aquí nadie dirá nada, ¿a que no?
Varios de los otros hombres negaron con la cabeza, algunos hasta dijeron algunas palabras para asegurar a Jesús que este episodio podía quedar en el olvido. Él apenas pareció percatarse y movió un poco la pistola para volver a llamar la atención de su vecino.
—Vamos a jugar una partida y si para cuando termine no has confesado tu crimen, la siguiente tendrás que jugarla con san Pedro y san Pablo.
Ante estos argumentos de peso, a Paco no le quedó más remedio que remover las piezas y repartirle a su contrincante las de rigor, mientras este le instaba por gestos a que se diera más prisa. Jesús tenía el doble cinco, así que lo puso en el centro de la mesa sin dilación, todo lo contrario a la parsimonia con la que había jugado antes de blandir el arma.
—Te toca, Paco.
Este levantó una pieza y la miró mientras una gota de sudor le cruzaba la sien.
—Jesús —comenzó de nuevo mientras aún la sujetaba—, no sé de qué crimen hablas. Te juro que yo no he hecho nada.
—Juega la ficha, Paco.
Él frunció los labios nervioso y la jugó. El 5-2. Jesús no perdió tiempo antes de jugar el 2-4.
En el bar ahora reinaba el silencio de un mausoleo, solo roto por el traqueteo de las piezas sobre la mesa, los ocasionales suspiros de paco y los movimientos de pistola de Jesús para instarle a jugar más rápido. Ahora sí que todos los demás miraban la partida como si fuera una cuestión de vida o muerte.
Pero desde luego Paco no tenía buena cara, así que el camarero se atrevió a acercarse para ponerle un vaso de agua. Jesús no se pronunció a favor ni en contra, sino que simplemente no le quitaba los ojos de encima a su presa, así que el dueño procedió a dejárselo en un borde de la mesa antes de escurrirse rápidamente. Paco dirigió un “gracias” al vacío y se bebió todo el líquido de un trago, tratando de recuperar toda el agua que claramente estaba perdiendo.
Jugaron algunas fichas más, pero entonces Paco se agarró al borde de la mesa en lugar de continuar. Jesús le metió prisa, pero el hombre no reaccionó, mirando en su lugar a la única ficha que tenía frente a sí.
—Juega o roba, Paco —le instó finalmente Jesús de forma verbal.
La mesa empezó a emitir un leve repiqueteo cuando el temblor del cuerpo de Paco empezó a transmitirse al mueble y de este a las piezas.
—Creo que ya sé por qué estás haciendo todo esto, Jesús —dijo al final—. Pero sabes tan bien como yo que tu hermano se fue al extranjero…
Jesús levantó la pistola y todo el mundo se encogió como si hubiese caído una granada en la calle.
—¡Todo el mundo sospechaba que nunca se subió a ese tren! —explotó Jesús, alzando la voz por primera vez en todo el día—. ¡Y ahora mis sospechas se han confirmado!
Paco sintió que Jesús estaba ahora lo más cerca de dispararle que había estado hasta ese momento y por algún motivo, se calmó. No era en absoluto una calma repentina, pero por algún motivo empezó a sentirse bastante menos nervioso de lo que había estado hasta entonces. De alguna manera, aunque debería producirle el efecto contrario, ver que la persona que lo encañonaba había empezado a perder los estribos había roto el hechizo que tenía sobre él.
—¿Pero por qué iba yo a hacerle nada a Pepe? ¿Por qué yo?
Jesús no pudo evitar que la nariz se le arrugara involuntariamente.
—Por las faldas, Paco. Bien sabes que Pepe también rondaba a tu mujer.
—¡Eso es una locura!
—Paco, yo sé de lo que me hablo. Ahora confiesa para que todos te oigan… —Levantó un poco la pistola—. O juega tu última ficha.
Paco le miró fijamente, el sudor volvía a perlar su frente y el que se había ido acumulando a lo largo de la partida ya formaba grandes manchas en su pecho y axilas.
—Jesús… —empezó.
—Mira, Paco, te lo voy a decir así: mírame a los ojos.
Paco dudó un momento, pero entonces posó la mirada en los dos carámbanos que le apuntaban desde el otro lado de la mesa. Las pupilas de Jesús eran casi como otras dos bocas de cañón manteniéndolo a tiro. Este continuó:
—Si me miras a los ojos y no me crees capaz de descerrajarte un tiro, solo tienes que jugar la última ficha y ponerme a prueba. Pero si crees que no me va a temblar la mano, yo que tú confesaría.
Paco tragó saliva y no respondió. Ni siquiera pudo mantener la mirada de Jesús por mucho más tiempo y pronto la bajó hacia la única ficha que permanecía de pie frente a él. Lo único que perforaba el silencio que se adueñó del bar en aquel momento era el continuo sonido de la lluvia que, lejos de interrumpirla, parecía hacer la quietud infinitamente más profunda.
Paco tomó su ficha con las dos manos, agarrándola delicadamente con las puntas de los dedos sin separarla de la mesa y cualquiera que pudiera ver su rostro se daba cuenta de que su mente en ese momento debía de estar funcionando a tales revoluciones que no le dejaba espacio a su cuerpo para moverse de forma coordinada.
Pero entonces en efecto levantó la ficha de la mesa unos centímetros, sin llegar a girarla, y la sostuvo en el aire con la intención de jugarla. Jesús lo miró como un tigre hambriento y el resto de parroquianos contuvieron el aliento esperando la jugada.
Con un chasquido quedo, la ficha cayó sobre la mesa y hubo un jadeo contenido de sorpresa entre la concurrencia. Paco había puesto la ficha bocabajo frente a él y ahora miraba a Jesús con una respiración pesada.
—¿Y bien? —inquirió el interrogador estirando un poco el brazo de la pistola.
—Está… Está bien, Jesús —logró decir Paco—. Hablaré… Te diré lo… que pasó…
—¡Habla claro para que todo el mundo te oiga!
—Sí… —Tragó saliva sonoramente—. Sí, yo… Ah… Mi pecho…
—¡Paco! —gritó Jesús, alarmado.
—¡Le va a dar un infarto! —gritó otro pueblerino y la multitud reunida empezó a alterarse.
—¡La madre que me parió! —maldijo Jesús y justo en ese momento Paco se derrumbó en la silla, precipitándose al suelo desde uno de los lados.
Jesús había dejado la pistola en la mesa y se había levantado para tratar de agarrarlo, pero había sido en vano. En el suelo, su vecino emitía quejidos aún más tenues.
—¡Ayudadlo, maldita sea! —instó a los demás y varios de ellos fueron a rodear a Paco mientras otros corrían en busca de un teléfono en alguna casa próxima para llamar a una ambulancia y sin duda a la policía.
Jesús, derrotado, sacó las balas de la pistola y la dejó sobre la mesa. Varios hombres lo rodearon para quitarle el arma y asegurarse de que no escapara, pero su gesto de profunda tristeza les dejó claro que no iba a ser necesario tratar de reducirlo.
Al fin uno de ellos reunió el valor para sacarlo de sus pensamientos.
—Pero, Jesús, ¿por qué has hecho esto? ¿Por qué estabas tan seguro de que Paco…?
Todos se pusieron tensos cuando Jesús volvió a meterse la mano en el chubasquero, pero lo que sacó fue solo un paquete de tabaco. Se encendió un cigarrillo con mano temblorosa.
—Me lo dijo Joaquín.
—¿El muerto?
Jesús asintió.
—Pero ayer, cuando todavía no estaba muerto.
Los hombres se miraron confusos entre ellos, pero ninguno se atrevió a interrumpirlo.
—Me dijo que la noche que Pepe se iba a ir al extranjero, vio a Paco y a otro hombre escondidos por los alrededores. Le pareció muy sospechoso, pero nunca se lo dijo a nadie porque no había más pruebas, pero no quería irse al otro mundo con la espina clavada de no habérmelo contado. —Dejó escapar una risilla con el cigarro en la boca—. El condenado me echó el muerto a mí.
—Por eso te fuiste a la ciudad…
Jesús asintió.
—Tengo un amigo que me consiguió munición para la pistola.
Nadie supo qué más decir. En el suelo, los quejidos y jadeos de Paco finalmente fueron apagándose hasta que uno de los hombres declaró el “descanse en paz” y le taparon la cara.
Jesús se quedó cabizbajo, una vez más sumido en sus pensamientos. La policía aún tardaría en llegar de otro pueblo próximo. La mayoría empezó a abandonar la lúgubre escena del bar, aunque más de uno se quedó fuera bajo el toldo esperando con cierto morbo a ver en qué terminaba por desembocar todo lo ocurrido.
Los hombres que habían ayudado a Paco y custodiado a Jesús se sentaron en la mesa vacía de al lado y alguno pidió algo de licor para calmarse los nervios después de todo lo que había pasado. El camarero se lo sirvió comprensivo y se dispuso a volver a la barra.
Pero en ese momento algo hizo encaje en la mente de Jesús, que se alzó de la silla y estiró la mano para agarrar el brazo del camarero. El pistolero se puso en pie y, sin soltarlo, se acercó al dueño.
—Bastián —le dijo Jesús—. A ti nunca te cayó bien mi hermano Pepe…
—¿Y qué quieres decir con eso, Jesús? ¿No te valía Paco y ahora vas a ir detrás de todos los que se llevaban mal con él? Ya va siendo hora de que aceptes que le pasó algo por ahí o simplemente hizo otra vida y no quiso volver.
—No te hagas el loco: tú no querías que tuviera nada que ver con tu hermana. ¿O no, Bastián?
—Claro que no quería que nadie de vuestra familia se acercase a mi hermana, ¿pero y qué?
—¿Cómo que y qué? ¡Tú eras el hombre que iba con Paco aquella noche hace cincuenta años!
—¡Como si me dices que hace cincuenta años era el Ratoncito Pérez, Jesús! —replicó el dueño del bar intentando sin éxito zafarse de la presa—. No tienes más pruebas que lo que dijo un pobre hombre en su lecho de muerte.
Jesús le hincó la mirada con todas sus fuerzas antes de responder.
—Y tu testimonio.
—No estás bien, Jesús. No estás bien.
—Tu testimonio, Bastián. Si no tengo el de Paco, tendrá que ser el tuyo.
—¡No te voy a dar ningún testimonio! ¡No sé de qué me hablas!
Jesús entonces bajó la vista. El camarero dudó por un momento, pero entonces la siguió en la misma dirección para reparar en lo que temía: su propia mano, que sostenía el vaso de agua que le había puesto a Paco y que había intentado retirar con naturalidad de la mesa.
Ambos hombres, en silencio, volvieron a mirarse a los ojos por un largo instante hasta que al fin Bastián se inclinó un poco hacia adelante para decirle algo al oído a Jesús, en el lado contrario de los demás hombres para que ni siquiera pudieran ver sus labios. Sus palabras fueron: “suéltame y te diré dónde está tu hermano”.
Mientras se separaba, Jesús respiró hondo. Cerró los ojos por un instante. Miró de arriba abajo al camarero. Volvió a encararlo de frente.
—Han pasado muchos años, Bastián —dijo en voz alta para que lo oyeran los hombres que los miraban con curiosidad—; ya no pueden condenarte por aquello. Pero me aseguraré de que pagues por lo que le has hecho a tu cuñado para salvar tu asqueroso pellejo.
Y con un movimiento de la otra mano le arrebató el vaso a pesar de que Bastián lo apresaba como si le fuera la vida en ello. Los dos hombres empezaron a forcejear y los paisanos fueron a separarlos, de modo que con la reyerta no oyeron el sonido de los motores parando frente al bar.
Jesús aún tenía el vaso en la mano cuando las puertas se abrieron y se oyó una voz romper la lluvia.
—Policía, que nadie se mueva.
Muy bueno ese recorrido misterioso entre fichas de dominó.
Me ha gustado mucho toda la trama. Quiero más